viernes, 7 de octubre de 2011

Crítica del musical de Sabina, 'Más de 100 mentiras' El espectáculo se estrenó ayer en el Teatro Rialto de Madrid. Una historia demasiado floja desluce las virtudes de la obra, con una selección musical previsible pero bien adaptada al territorio teatral

Por Ana G. Moreno

Espectáculo: Más de 100 mentiras (musical basado en la obra de Joaquín Sabina).
Lugar:
Teatro Rialto (Madrid).
Funciones: Martes, miércoles y jueves (20.30 horas); viernes y sábado (18 horas y 22 horas), domingo (18 horas).
Precio: De 19,90 a 69,90 euros.
Aforo del día 5 de octubre: 1.000 personas (lleno).

Dice Joaquín Sabina que uno de los motivos que lo empujó a aceptar la creación de un musical sobre su obra fue el placer de colarse en los lugares donde no está prevista su presencia. Qué duda cabe, ningún sabinero llegó nunca a imaginar que las canciones desgarradas y mojadas en whisky barato del cantautor de Úbeda podrían representarse en forma de teatro musical en el mismo lugar, el Teatro Rialto de Gran Vía (Madrid), donde meses antes se exhibía 40 El Musical.
Si uno piensa en el cancionero de Sabina, piensa en un hiperrealismo punzante, hiriente y en las antípodas de un mundo, el de los musicales, donde se habla cantando y bailando. ¿Acaso los perdedores hacen gorgoritos y dan piruetas? Así que asumamos el dificilísimo reto del equipo de Más de cien mentiras: casi como teñirse el pelo de rubio si eres morena azabache (las féminas saben de lo que hablo). Vale, puedes hacerlo, pero corres el riesgo de acabar con el cabello chamuscado. O, suerte mediante, de estropearte las puntas.
Más de cien mentiras, que se estrenó ayer, narra, en tres horas de duración, la historia de cuatro amigos, tres chicos y la mujer de la que dos de ellos se enamoran, que se vuelven a reunir tras una etapa de ingreso en prisión de uno de ellos, Tuli. La pandilla, una exprostituta y tres exdelincuentes de medio pelo, quiere vengar la muerte del quinto miembro, Samuel, que se manifiesta en forma de espíritu. Son personajes marginales, pero nobles y sentimentales, que se pasan la vida en el Darling's, un híbrido de puticlub y bar atestado de prostitutas en tanga adictas a la farlopa. Sí, muchos elementos de la idiosincrasia de Sabina están ahí (putas, alcohol e incluso referencias a su querido Atleti). Pero algo falla cuando en ningún momento el espectador se siente transportado hacia el áspero mundo del cantautor. No es el reparto, repleto de actores notables curtidos en la escena en auge del teatro musical madrileño (lo del nuevo Broadway quizás sea un empacho de optimismo) ni la escenografía, que ha corrido a cargo de Ricardo Sánchez Cuerda y pasa con nota el examen, sobre todo con ese duro muro oxidado. Entonces, ¿lo que falla es la música? Pues tampoco.
De la adaptación musical se ha responsabilizado Daniel García, director del musical Hoy no me puedo levantar durante dos temporadas y músico de jazz, con colaboraciones de otros artistas, como Leiva (Pereza), autor de los arreglos de La del pirata cojo y Pastillas para no soñar. El repertorio, de más de 25 temas, pertenece en su mayoría a los dos discos más célebres de Sabina: Física y química (1992) y 19 días y 500 noches (1999). De sus creaciones de los años ochenta y de este siglo, hay menos, y mira que la rockera Zumo de neón le hubiera venido como anillo al dedo. Alguna otra ausencia sonada, como Pongamos que hablo de Madrid, y cierto descalabro (el fragmento de la desgarradora Princesa en el popurrí del desamor, interpretado casi como si fuera una canción de Rihanna, provoca dolor de muelas). Pese a todo, el resultado final no hace aguas. Bellísima la versión de Contigo, que canta Magdalena, la ex prostitua, al final de primer acto (de una hora y 45 minutos). Y muy acertada la experiencia flamenca de 19 días y 500 noches, con la que arranca el segundo acto (de una hora y 15 minutos). La versión de Una canción para Magdalena, interpretada por el veterano Juan Carlos Martín (Ocaña en la ficción) quedó espléndida con un ritmo lento y evocador, cercano a la canción de cuna. De hecho, fue de los pocos momentos de la función en que los vítores del público sonaron efusivos y pasionales, porque el respetable, compuesto por una gran parte de periodistas e invitados, se mostró tan abúlico que ni las recurrentes lluvias de aplausos cada vez que finalizaba un número musical –muy molestos, por cierto, si se trata de entrar en la obra y que las partes habladas encajen con las cantadas- menguaron la frialdad la sala. Con otra excepción: el ágil y divertido número de Yo quiero ser una chica Almodóvar.
¿Qué falla pues en el engranaje de Más de 100 mentiras? No es el reparto, ni la escenografía, ni la música, ejecutada en directo por una orquesta de 8 músicos ubicados en la parte superior del escenario. El defecto que desluce las virtudes del musical es el relato sobre el que se sustenta la obra, la historia, el argumento, el casi todo. Demasiado pueril como para resultar trágica y sin un elemento cómico de peso (el personaje de boxeador tarado de Manitas no es suficiente), la trama se hace pesada e inverosímil, lo que resta mucha fuerza a la obra, donde el diálogo goza de más relevancia que las canciones, y crea silencios donde debería haber risas.
Afirma Sabina que no ha visto el musical, dirigido por David Serrano. Pero es fácil imaginárselo de incógnito, infiltrado entre el público de la platea, en una esquina, sin bombín porque lo reconocerían, tal vez con sombrero de cowboy y una frondosa barba postiza. Pensaría el músico que las nuevas generaciones cantan bien ("mejor que yo", ha apuntado) y valoraría el buen trabajo de su socio Pancho Varona, implicado en la selección musical de la obra. Puede que tarareara aquello de "más de cien palabras, más de cien motivos, para no cortarse de un tajo las venas", del tema que da título al espectáculo,  y que sonriera al escuchar unos versos de su soneto a la columna de Carlos Boyero, introducido con fabulosa naturalidad. Sin embargo, si mirara de reojo a su vecino de butaca, es posible que tuviera que enfrentarse al desagradable gesto de la leve decepción, al ceño fruncido del que esperaba más de lo que finalmente fue.


 

 

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