jueves, 19 de marzo de 2009

La frialdad de un montaje impresionante

FUENTE: LA NACIÓN
El fantasma de la ópera. Música: Andrew Lloyd Webber. Letras: Charles Hart y Richard Stilgoe. Libro: R. Stilgoe y A. Lloyd Webber. Adaptación y traducción: Eduardo Galán. Dirección original: Harold Prince. Director asociado: Arthur Masella. Directora residente: Rocío Rodríguez Conway. Intérpretes: Carlos Vittori, Juan Pablo Skrt, Claudia Cota, Nicolás Martinelli, Mirta Arrúa Lichi, Walter Canella, Ricardo Bangueses, Lucila Gandolfo, Santiago Sirur, Silvina Tordente, Cristian De Marco, Martín O´Connor, Christian Giménez, Enrique Cragnolino, Alejandro Maidana, Ignacio Mintz, Sebastián Russo, Hernán Kuttel, Manuel Palazzo, Iván Keim, Adriana Rolla, Silvina Nieto, Magali Sánchez Alleno, entre otros. Coreografía original: Gillian Lynne. Escenografía y vestuario: Maria Björnson. Luces: Andrew Bridge. Sonido: Gastón Briski y Alejandro Zambrano. Coreógrafa asociada: Denny Berry. Dirección musical. Gerardo Gardelín. En el Opera. Duración: 150 minutos.
Quien haya visto alguna vez El fantasma de la ópera en Broadway o en Londres vivirá seguramente un recuerdo difícil de olvidar. Andrew Lloyd Webber logró su gran obra maestra con esta partitura que, sin dudas, resistirá por siglos como un clásico de una belleza inconmensurable. Su música es tan compleja y exquisita como teatral, sensible y pasional. Lo mismo ocurre con las letras escritas por Hart y Stilgoe, con la parafernalia escénica que ideó Maria Björnson y la exacta puesta en escena de Harold Prince. En su montaje, concebido en la semipenumbra, consigue que el espectador viva como tal lo que ocurre sobre el escenario de la Opera de París, amenazada por el Fantasma asesino; o del otro lado, en la trastienda del mundo artístico, en los camarines, y hasta en los techos o los sótanos de ese palacio teatral. Allí el siniestro personaje inspirará desde las sombras a su amada Christine y sembrará de muerte, paradójicamente, todo el camino que intenta transitar para conseguir el amor.
Es decir, un trabajo original impecable que, a su vez, debe ser observado como un clásico para que no resulte algo anacrónico. Si ese mismo montaje es trasladado a otro ámbito o ciudad que no es la original, se supone que el resultado debería ser el mismo. Si no fuera así, el problema tiene dos orígenes muy claros: la dirección (es decir, la labor de los repositores) y los intérpretes. Y lamentablemente, eso ocurre en la puesta en escena porteña. Aunque por suerte, la difícil adaptación del texto (responsabilidad de Eduardo Galán) sale bien parada, salvo por pequeños detalles.
Desde lo musical, la orquesta que armó Gerardo Gardelín es impecable y reproduce esa belleza sublime que ideó Lloyd Webber con absoluto amor (la hizo para su esposa de aquél entonces, Sarah Brigthman). Pero aunque la base, es decir la obra, sea magnífica, si el repositor no logra hacerla visualizar, ésta simplemente no sucede.
Luego del preámbulo argumental se va armando la parafernalia escenográfica ante los ojos del espectador, con esa imponente araña que se destapa y asciende hasta lo más alto de la sala. Eso prepara, sacude. Pero todo lo que sigue es de una frialdad que sorprende. Habrá bailarinas que hacen que se asustan, intérpretes sobreactuados, cantantes a quienes no se les entiende lo que dicen y protagonistas tensionados que parecen no tener vida.
El sistema de marcación rigurosa, de puesta exacta, en este caso, le quita al intérprete todas las posibilidades orgánicas que necesita. Aquí todos reproducen a la perfección los movimientos que los directores les indicaron, pero están impedidos de realizar un trabajo profundo e interior. En esta función de estreno parece que no se supiera por qué cada personaje canta o baila, y mucho menos qué es lo que está diciendo. El erotismo y la sensualidad que imaginaron los creadores para "La música en la noche" queda opacado en una interpretación oscura, artificial, tensionada, donde nada parece afectarles ni al Fantasma ni a Christine. El espectacular comienzo del segundo acto, con "Carnaval" no consigue cobrar vida ni con el impactante vestuario con reminiscencias de la Commedia dell´Arte, ni con la potente partitura que interpreta la orquesta.

Faltan pasión y fuerza pero, sobre todo, verdad. Y un musical sin una verdad interpretativa se vuelve irreal y fatuo. Está diluida la noción de obra teatral. Y en ese sentido, se podrá cantar magistralmente o bailar con la proeza más sorprendente, pero si no hay una idea clara de por qué cada personaje llega a esa instancia, todo se vuelve falso y artificial.
Otras reposiciones locales como La Bella y la Bestia, Los miserables, Chicago o Cats , funcionaron a la perfección. Pero seguramente habrán contado con el aporte interpretativo individual. Acá no ocurre eso.
Hay dos rostros que se alternarán para el Fantasma: Carlos Vittori y Juan Pablo Skrt. En la función que vio este cronista, el primero de los mencionados asumió ese papel. Este intérprete, que descolló con su interpretación de Valjean, en Los Miserables , no encontró aún el alma de su criatura. Aunque con desajustes interpretativos, la mexicana Claudia Cota tiene muy buenos recursos vocales y es quien sale mejor parada en el terceto protagónico. Pero Nicolás Martinelli no está cómodo en ninguna de las facetas de su Raoul. En varios tramos, inclusive, no se entiende qué dicen los intérpretes.
Quienes mejor parecen haber comprendido a sus personajes son Mirta Arrúa Lichi y Lucila Gandolfo, excelentes vocalmente y estupendas actrices. También son destacables los trabajos de Ricardo Bangueses y Silvina Tordente; y en papeles menores, Hernán Kuttel, Christian Giménez y Martín O´Connor. Probablemente a Prince no le va a gustar.
Pablo Gorlero


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